jueves, 31 de mayo de 2012

Lo que un viejo Cherokee me enseñó (Carta de despedida)




Pensándolo bien, la culpa no fue tuya. A tu edad era imposible que lo fuera. La culpa fue mía. El imbécil fui yo, me queda más que claro. No es mucho lo que conocí de tu historia, pero creo que, en cierto sentido, es un tanto parecida a la mía. Ambos llegamos a esta tierra provenientes de mundos distintos: tú del poderoso primero, al norte del Río Grande, yo del empeñoso segundo, al sur de Tarapacá. De joven debiste ser fiel y noble como los de tu marca. Yo quisiera poder decir lo mismo, pero no puedo. El tiempo, el trópico y su pobreza te desgastaron, como sospecho, algún día, lo harán conmigo. Carreteras resemblando la superficie lunar, adoquinados escabrosos y groseros hoyos auspiciados por la desidia o insolvencia municipal  se encargaron de tu suspensión, y de convertir tu silencioso y suave andar en el metálico repicar de tus lomos al pasar sobre “policías acostados”.  Lentamente, un ejército de mecánicos de pacotilla te destripó, pieza por pieza, tuerca por tuerca, acaso codiciando lo oneroso y exclusivo de tu origen yankee, o simplemente movidos por el fragor de la contingencia, del bloqueo económico, de la estrechez de la billetera, de la ley de la sobrevivencia en el tercer mundo. Como muchos de tu estirpe y época, viste a tus matasanos cambiar la nobleza de tus piezas originales por la típica ordinariez de las soluciones de parche. Poco a poco, y bajo la libidinosa mirada de coquetas musas en bikini, te fuiste llenando de trasplantes (a menudo incompatibles), de mangueritas piñuflas, de soldaduras grotescas, de piezas que no-son-lo-ideal-pero-por-el-momento-le-hacen-igual. Cuando tu llave llegó a mis manos no eras más que una cáscara reluciente ocultando la decrepitud de tus entrañas, una sombra con ruedas y recuerdos de tiempos mejores. Yo era tu mayor por apenas cinco años y, con todo, quise creer en ti y en el discurso de tu ex dueño, proferido con el fervor de vendedor ambulante. No hice muchas preguntas, aunque honestamente, debido a lo limitado de mis conocimientos en la materia, tampoco creo haber podido entender las respuestas. Tu precio era el ideal, y qué quieres que te diga: jamás pensé que te ensañarías de esa forma con mi bolsillo, que me dejarías botado en tantas calles, pasajes y carreteras, que me llevarías a perderme en el infinito y oscuro laberinto de pistones, cables y carbones del Mercado Oriental, tras el rastro de piezas esquivas, recetadas en tres meses por más de siete grasientos curanderos automotrices cuyos juicios de experto no pocas veces se contradijeron entre sí. Jamás pensé que me llevarías a conocer el lado más oscuro de la codicia y sinvergüenzura humana, que por tu culpa estuviera punto de ser arrojado de regreso al mundo de los solteros, que vería tantas tardes idílicas de paseos familiares mutar en pesadillas en un abrir y cerrar de capot.

Y, sin embargo, ahora que lo pienso mejor, creo que a pesar de todos los dolores de cabeza y de espalda que me causaste (fueron cuadras y cuadras de impulsar tu caprichosa partida), son varias las lecciones que me dejaste.

Me enseñaste a nunca desatender el sexto sentido y el consejo de la mano que aprieta: puede equivocarse, pero eso solo te libera de potenciales y molestos “te-lo-dijes”.

Me enseñaste que no todos los autos pueden aspirar a ser como el vino, y que para encontrar una joyita hay que tener ojo de joyero.

Me enseñaste a calar mecánicos, a medir sus ambiciones y el aceite de su probidad, a reconocer que, efectivamente, los hay también honestos: el problema es que nadie sabe dónde viven.

Me enseñaste -bajo un sol inclemente y cuando ya perdía la fe en el género humano- que siempre hay un par de manos solidarias, listas para ayudar a empujar féretros de dos puertas y cuatro cilindros, aunque a veces estas pertenezcan a las humanidades de porfiados borrachitos a la caza de uno que otro córdoba para la próxima ronda de guaro.

Me enseñaste que la llave en la ignición es solo una de varias formas de encender un carro.

Me enseñaste que hay muchas formas de impulsar a alguien a poner en entredicho,  de por vida, la honorabilidad de su nombre y el de su madre, y que vender un auto-cacho es una de ellas.

Por todo esto, querido Cherokee Laredo, año 1985, gracias y hasta nunca.

Pablo

Pd: Trata de no sacarle tantas canas verdes a tu nuevo dueño. Es un buen tipo.

jueves, 24 de mayo de 2012

David, Goliat y el Consejo Regional Autónomo


La trama de esta historia es tan original y novedosa como la corrupción en Latinoamérica. Y, sin embargo, amerita ser contada.

El 20 de mayo del 2011, una empleada del Consejo Regional Autónomo de la R.A.A.N., después de 13 años de servicio en dicha institución, entrega formalmente su renuncia. El 31 del mismo mes cumple su último día de trabajo. De acuerdo a la ley nicaragüense, el 15 de junio la empleada en cuestión debía recibir el total de su liquidación.

A casi un año de esta fecha, Patricia sigue esperando.

¿La razón esgrimida por el CRA para su negativa a cumplir con la ley? La falta de fondos. Irrisorio como esto pueda parecer (existen claras pruebas de todo lo contrario), tras la demanda interpuesta por su ex empleada, el CRA finalmente accede a pagar.

Perdón, permítanme ser más directo y específico: el presidente del CRA accede a pagar.

Eso sí, el pago se haría en cuotas, y la cantidad correspondería solo a la liquidación y no a la suma de ésta y la multa que la ley impone a todo empleador que no cumple con el plazo establecido para la cancelación de dicha obligación. La supuesta primera cuota ni siquiera alcanzaría a cubrir los costos del abogado, por lo que Patricia se niega y sigue adelante con su demanda.

Como en todas las historias que involucran liquidaciones incumplidas, ésta sigue el mismo modelo de David y Goliat. Por un lado, tenemos una versión femenina de David, enfrentándose a un gigante político con la endeble ayuda de un “abogado-honda” cuyos tiros, desafortunadamente (y a pesar de que en el pasado, en una demanda idéntica a título personal, lograron derribar al mismo Goliat) han errado por metros la frente del gigante de Bilwi.


Goliat, por su parte, no deja pasar ocasión para hacer alarde de su poder. Y es que la batalla para éste no es más que un mero trámite, un combate indigno y muy poca cosa para alguien de su talla y estirpe tan ligada al servicio público. Goliat es amigo de jueces y abogados, caudillos y mandamases, y conoce al dedillo las mañas y el tejemaneje del poder en la Región Autónoma del Atlántico Norte. Sabe que por más rocas que surquen los aires en dirección a su cabeza, con un par de llamadas telefónicas y la ayuda de unos cuantos emisarios (“… mirá, andá y decíle a la jueza que me resuelva este asunto de una vez por todas…”) éstas pueden ser fácilmente esquivadas. Por lo que ahí está, firme, inamovible en su capricho de no pagar una deuda, aunque no tenga la más mínima excusa para no hacerlo.

¿Cómo terminará esta historia? ¿Recibirá algún día Patricia el justo pago de su liquidación? ¿Se saldrá con la suya el Consejo Regional Autónomo, institución cuya misión, paradójicamente, es velar por el cumplimiento de la ley en la R.A.A.N.? ¿Continuará su paladín dándole a la legislación nicaragüense el uso que el resto de los mortales le damos al papel higiénico? Solo el tiempo lo dirá.


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