lunes, 22 de noviembre de 2010

El gadareno de Las Condes


Desde que me hice adicto a las novelas de Baldacci y Katzenbach me es imposible pasarlo por alto, ni dedicarle menos de uno o dos minutos de pensamiento. Sentado o acostado, el Gadareno de Las Condes -como lo he bautizado, no sin algo de remordimiento- vigila silencioso desde su banca a los escasos transeuntes que cruzan la amplia vereda a la altura de la otrora chacra el Rosario, cuya casona hoy alberga a la Corporación Cultural de Las Condes, y a mi "dealer", la Biblioteca Municipal. A metros todavía de mi campo de visión, mientras aún lo adivino instalado al costado izquierdo del portón, la curiosidad y la conciencia se ponen de acuerdo y me tienden una emboscada. Una batería de preguntas es disparada repentinamente desde un punto que hasta el momento mi vista ha tratado de evitar. ¿Qué historia se esconde tras la perturbadora visión de un hombre vestido con bolsas de basura y trapos que algún día fueron ropa? ¿Qué recuerdos e imágenes entretienen -o más probablemente asedian- los minutos previos al sueño de un hombre que duerme a la intemperie? Sigo caminando. Mi hija, que siempre se adelanta inventando carreras que sólo ella puede ganar, de pronto se detiene y vuelve a mi lado. "Es el hombre del calzoncillo en la cabeza", me dice, tomándome de la mano y soltando una risa nerviosa ante la imagen del hombre que hacía algunas semanas habíamos divisado corriendo despavorido a través de la explanada frente al hotel Hyatt, la prenda íntima a manera de gorra. El sol de las 11 de la mañana se refleja en una lata de coca-cola que el Gadareno empina con fruición, y trato de imaginarlo de niño, de camino al colegio, aprendiendo a leer y escribir. Me pregunto que habrá sido de su madre, y si es que tuvo hermanos, o por lo menos amigos o compañeros de algún hogar de menores. Tal vez fue a la universidad, consiguió algún trabajo, se casó y tuvo una familia. Trato de imaginar el momento exacto en que todo comenzó desmoronarse. ¿Por qué? Las posibles razones son tan variadas como los lugares donde el Gadareno pasa la noche. Eso sí, dos cosas son casi seguras, lugares comunes en la historia de practicamente todo indigente: un eterno tufo etílico y una lista de capitulaciones. Mujer, hijos, vecinos, jefe, amigos, asistente social, médico, cura, pastor, terapeuta, sicólogo, psiquiatra, todos enarbolando la misma bandera blanca y repitiendo distintas formas de una misma sentencia: "Hasta aquí llego yo". "No hay nada más que hacer". "Hicimos todo lo que pudimos". "Ya no podemos hacer más". "Es un caso perdido".

Ya en el jardín de la casona, mientras mi hija cuenta los koi y las carpas de colores en un estanque de piedra, vuelvo a mirar en dirección a la reja. El Gadareno se ha puesto en pie y parece estar decidiendo el curso de su existencia durante el resto del día. La ciudad es grande, llena de parques y bancas dónde sentarse a esperar el último plano y luego los créditos de una película cuyo desenlace parece obvio desde hace mucho. De pronto se da vuelta y me mira, esbozando una amplia sonrisa en la que, sorprendentemente, no se extraña ningún diente. A la distancia lo oigo mascullar un par de frases ininteligibles. Es primera vez que lo miro a la cara. Y entonces desvío la mirada. "Vamos, Gaby, estamos atrasados". Pasarán unos minutos en los que trataré de convencerme de que mi nombre no tiene por qué figurar en la lista de los capituladores. Lo cuál es cierto. Mi lista es otra: la de los que ni siquiera lo intentaron.