martes, 13 de noviembre de 2012

"Mi encuentro con Mubarak" por J.C. Olivares



Uno se siente desilusionado de El Cairo. Poco queda del imperio egipcio de los tiempos de Moisés. Y es que ya van bastante más de siete años de hambruna cultural. El Museum of Egyptian Antiquities nos recibe con exposiciones interminables de todo lo que los ingleses no se quisieron llevar, aunque hay que destacar las momias que aún se conservan y que pueden ser admiradas, eso sí, por un costo extra. Todo tiene un costo extra en Egipto. Si pides desayuno en el tren, te cobran unas cuantas libras por el pan y el doble por el café, el que, por supuesto, no forma parte del desayuno.

Todo lo anterior provoca desconfianza en nosotros, jóvenes aventureros que sólo buscamos conocer una cultura que nos parece fascinante. Como ya aprendimos que los egipcios son aún más pillos que el roto que engañó al diablo, decidimos pasarles la cuenta. En vez de pagar la entrada oficial a Giza, donde descansan las pirámides, tomamos el camino fácil. Muy cerca del lugar, hay pequeños criaderos de caballos. Nos acercamos a un hombre muy amable que nos hace pasar a una improvisada oficina al aire libre. Nos sentamos en unos cojines, a solo algunos centímetros del suelo y le pedimos que nos arriende unos caballos -bestias tan nobles como el burro o el camello, con la ventaja de que sus efectos sobre las posaderas no duran dos semanas. El hombre se sienta en el suelo, más abajo que nosotros; dice que es una señal de respeto. Luego de una conversación que parece amistosa, pero que me parece una estrategia comercial, nuestro nuevo amigo accede a cerrar el negocio por un par de caballos. El precio, no obstante, es tan elevado que nos fuerza a negociar, práctica que, sospecho, debe ser el deporte nacional de Egipto y la mayoría de los países de medio oriente. Entre cada oferta y contra-oferta, nuestro amigo nos aprovecha de preguntar sobre el viaje y nuestro itinerario. Nos pregunta también sobre la seguridad y mi amiga dice lo que jamás debió haber dicho: “Egipto es un poco peligroso” despertando así el chovinismo africano-asiático. Demoramos unos 20 minutos en calmar los ánimos y lograr un buen precio. La metida de pata de mi compañera nos has puesto momentáneamente las cosas cuesta arriba. Sin embargo, logramos salir al paso y es arriba de nuestros respectivos caballos que ahora nos encontramos. Para sortear nuestro siguiente escollo nos basta con presentarle al guardia a nuestro " buen amigo billetín", y de pronto nos vemos frente a estas majestuosas estructuras, insólitos caprichos de monarcas todopoderosos que quisieron dejar su huella para la eternidad (no sé por qué, pero se me viene a la mente el Estadio Monumental de Colo-Colo).

Los cuarenta y cuatro grados de calor no nos intimidan. Luego de rondar el lugar, decido dar un paseo a pie. Mi doctor dice que no es bueno postergar las necesidades biológicas, al menos las que se pueden satisfacer sin la intervención de terceros, de modo que me dispongo a liberar los dos litros de agua que ya he tomado para mantenerme hidratado. Inconscientemente, busco el amparo de algún arbolito, y como no encuentro ninguno, decido por “mi-ar-bolito”.  Mala idea. Concluida mi falta a la moral y las buenas costumbres, creyendo haber cometido el crimen perfecto, me subo la bragueta y camino de regreso hasta donde me espera mi amiga. En eso, veo a un oficial de policía correr en dirección a nosotros.  Rápidamente, calculo la distancia que nos separa y pondero las razones e implicaciones de la rauda aproximación del representante de la ley. Finalmente, opto por lo que parece ser el curso de acción más seguro y razonable: apretar cachete. 

Haciendo gala de lo mejor de mis dotes hípicas, logro con mucha dificultad montarme sobre mi aletargado jamelgo, al que conmino desesperadamente a emular a algunos de sus más ilustres parientes lejanos, "Tornado", "Bucéfalo", "Babieca". Lamentablemente,  la bestia parece conformarse con Rocinante, el escuálido compañero del señor de la Mancha, y comienza a moverse lenta y desganadamente. Mi amiga me sigue de cerca, confiada en lo acertado que hasta el momento han resultado todas mis decisiones. Por desgracia, mi pobre y esmirriado jamelgo, que por muy egipcio que fuera, ya había declarado sus intenciones de echarse, o más bien, de que se le “echara la yegua”, pone abrupto fin a nuestra fuga. Estamos acorralados. Sin salida.

Con la Necrópolis de fondo, el policía nos hace subir a una vieja patrulla Datsun 1982. En la radio escuchamos techno en árabe y no sabemos a dónde vamos, pero suponemos que podremos salvarnos con otro pequeño soborno. En Chile jamás se me ocurriría hacer algo así, pero ya sabemos lo vulnerable que es el sistema a orillas del Nilo. El viaje se alarga más de lo esperado. Llegamos a un palacio que es más bonito que el Museo, digno de un faraón. Entramos a una habitación grande. Un ventilador en el techo me recuerda las películas que parodian a Sadam. El televisor encendido transmite noticias en árabe. Detrás del escritorio está un oficial que, según alcanzo a leer en la placa dorada prendida en el bolsillo de su camisa, es de apellido Mubarak. Me pregunto si sera pariente del dictador, o simplemente que su apellido es el equivalente a los Perez y Gonzalez del mundo hispano. Sea como sea, Don Muba al parecer sera quien decida nuestra suerte.


Los presentes: el mandamás y sus guardias. Dicen que los egipcios antiguos creían que las figuras dibujadas en la pared de las tumbas cobraban vida. De ahí que los animales eran dibujados sin cabeza, para que no se comieran la comida del Faraón. Miro a los perfiles de los guardias recortados contra las paredes descascaradas de la habitación y pienso que algún artista debió olvidar esta regla al dibujar a un par de gorilas. Luego de hablarme fuertemente durante varios minutos a una velocidad de mil palabras por minuto, de las cuales no entendemos ni siquiera una, intentamos pedir un traductor. Nadie habla inglés, mucho menos la lengua de Cervantes. Intento decirles que hablamos español, incluso menciono a Simón Bolívar. Pienso: ¡Cómo no va a conocer a Simón Bolívar si hasta una plaza hay con ese nombre en el centro de la ciudad! Sin suerte. Finalmente, luego de un largo monólogo de Don Mubarak, y de pequeñas interacciones entre este señor y sus súbditos, quienes parecen celebrarle los chistes por compromiso, nos sentimos como los chinos a los que se les hace hablar español en televisión, víctimas de bromas que no entendemos. Mubarak hace una seña y nos dejan salir. Caminamos y caminamos hasta que llegamos a una pequeña oficina. Por fin nos atiende un funcionario que habla inglés. Intento explicar que no sabíamos que había que pagar y que la reja estaba abierta, porque eso sí era verdad. Cinco libras solucionan el problema de entrar ilegalmente. Aliviar la vejiga sobre monumentos nacionales, sin embargo, parece ser un problema más grave...

lunes, 25 de junio de 2012

El regreso del rey Mosco



Cuando llegué a Francia Sirpi, una pequeña comunidad miskita cerca de la frontera entre Nicaragua y Honduras, me sorprendió descubrir que, durante los años 80, aquel minúsculo asentamiento había gozado de un servicio que, para el tiempo de mi visita –el año 2001- , se había convertido en un lujo de película futurista: la electricidad.Una vez terminado mi servicio voluntario, y después de diez meses de cartas a la luz de la vela, duchas con agua de lluvia y largas caminatas por los intrincados senderos del “untara”, me encaramé como pude a un camión de carga que venía de Waspam y que me llevaría a lo que entonces me pareció el apogeo del mundo civilizado: Bilwi.

Ducharse volvía a ser cosa de girar una llave y para robarle minutos a la noche bastaba con apretar un botón. Comprar volvía a ser un gusto, caminando a través de los frescos pasillos de un supermercado con aire acondicionado. La guinda de la torta, por supuesto, no podía ser otra más que el cine. Mientras que en la jungla el entretenimiento nocturno se restringía a juegos de cartas y al dudoso espectáculo que nos proveía una serpiente y un pequeño ratón encerrados en una jaula de malla, Bilwi ofrecía lo último del séptimo arte desde una cómoda butaca.

Diez años pasaron hasta mi siguiente visita a la capital de la Región Autónoma del Atlántico Norte. Me bastó caminar un par de cuadras para darme cuenta que seguía congelada en el tiempo. Sus mismos negocios, mismos dueños, mismos problemas. Es la suerte que le tocó a esta ciudad, pensé, siempre postergada, histórica y geográficamente aislada, unida al resto del país tan solo por una huella de carretas con ínfulas de carretera. Culpar a sus esforzados habitantes de su atraso sería injusto.

Y, sin embargo, lo que realmente me llamó la atención no fue la ausencia de nuevas edificaciones o de mejoras estructurales o viales, ni tampoco el aumento de la delincuencia y las pandillas, sino el descubrir que el cine en cuyas butacas enamoré a una bella porteña mientras en la pantalla Peter Parker se transformaba en el hombre araña, era ahora una oscura tienda de zapatos, y que el también único supermercado del pueblo, en cuyos pasillos solía refugiarme del calor del mediodía caribeño, tenía sus días contados.

¿El denominador común en la quiebra de ambos locales? El desmedidamente alto costo de la electricidad.

No pude dejar de pensar en Francia Sirpi y la historia de su progreso atascado en reversa, su luminoso pasado y oscuro presente. ¿Se estaría repitiendo la misma historia en la cabeza de la R.A.A.N.? Los continuos cortes de agua y luz así lo parecían y parecen sugerir.

La causa de esta crisis energética –que desde luego afecta a comerciantes y vecinos por igual- radicaría, de acuerdo a algunos miembros de la comunidad porteña, en lo viejo y deteriorado de la maquinaria empleada por la empresa a cargo de la concesión. Más aún, existen rumores de que otras empresas, con mayor capital y mejores equipos, habrían intentado disputar esta concesión. Demás está decir que sin éxito. Los rumores, por supuesto, van más allá todavía. Pero explicitarlos no es necesario. Basta con hacerse una pregunta que cae de cajón: ¿por qué una empresa que actualmente presta un deficiente servicio  a la población continúa con la concesión energética en Puerto Cabezas? ¿Será descabellado pensar siquiera en la posibilidad de que hubiese, por parte de quienes otorgan esta concesión, intereses económicos de por medio? Honestamente, lo ignoro. Es posible que la realidad sea otra, y que solo se trate de rumores mal intencionados. Como también es posible que no.

Lo que si sé, o por lo menos creo adivinar, es que de seguir el curso actual de las cosas, no me extrañaría que dentro de otros diez años tenga que regresar a Bilwi ya no en avión, y ni siquiera en bus, sino en pipante o cayuco, bordeando de sur a norte gran parte de la costa caribe de Nicaragua hasta divisar, a lo lejos, el perfil de las chozas de una aldea que una vez fuera ciudad, en cuyo centro, ahí donde otrora existiera una glorieta y un parque con juegos para niños, se podrá ver, sentado en un trono de caoba y rodeado por un séquito de guerreros y consejeros,  nuevamente al rey mosco reinando en gloria y majestad a la luz de luna y las estrellas.

jueves, 31 de mayo de 2012

Lo que un viejo Cherokee me enseñó (Carta de despedida)




Pensándolo bien, la culpa no fue tuya. A tu edad era imposible que lo fuera. La culpa fue mía. El imbécil fui yo, me queda más que claro. No es mucho lo que conocí de tu historia, pero creo que, en cierto sentido, es un tanto parecida a la mía. Ambos llegamos a esta tierra provenientes de mundos distintos: tú del poderoso primero, al norte del Río Grande, yo del empeñoso segundo, al sur de Tarapacá. De joven debiste ser fiel y noble como los de tu marca. Yo quisiera poder decir lo mismo, pero no puedo. El tiempo, el trópico y su pobreza te desgastaron, como sospecho, algún día, lo harán conmigo. Carreteras resemblando la superficie lunar, adoquinados escabrosos y groseros hoyos auspiciados por la desidia o insolvencia municipal  se encargaron de tu suspensión, y de convertir tu silencioso y suave andar en el metálico repicar de tus lomos al pasar sobre “policías acostados”.  Lentamente, un ejército de mecánicos de pacotilla te destripó, pieza por pieza, tuerca por tuerca, acaso codiciando lo oneroso y exclusivo de tu origen yankee, o simplemente movidos por el fragor de la contingencia, del bloqueo económico, de la estrechez de la billetera, de la ley de la sobrevivencia en el tercer mundo. Como muchos de tu estirpe y época, viste a tus matasanos cambiar la nobleza de tus piezas originales por la típica ordinariez de las soluciones de parche. Poco a poco, y bajo la libidinosa mirada de coquetas musas en bikini, te fuiste llenando de trasplantes (a menudo incompatibles), de mangueritas piñuflas, de soldaduras grotescas, de piezas que no-son-lo-ideal-pero-por-el-momento-le-hacen-igual. Cuando tu llave llegó a mis manos no eras más que una cáscara reluciente ocultando la decrepitud de tus entrañas, una sombra con ruedas y recuerdos de tiempos mejores. Yo era tu mayor por apenas cinco años y, con todo, quise creer en ti y en el discurso de tu ex dueño, proferido con el fervor de vendedor ambulante. No hice muchas preguntas, aunque honestamente, debido a lo limitado de mis conocimientos en la materia, tampoco creo haber podido entender las respuestas. Tu precio era el ideal, y qué quieres que te diga: jamás pensé que te ensañarías de esa forma con mi bolsillo, que me dejarías botado en tantas calles, pasajes y carreteras, que me llevarías a perderme en el infinito y oscuro laberinto de pistones, cables y carbones del Mercado Oriental, tras el rastro de piezas esquivas, recetadas en tres meses por más de siete grasientos curanderos automotrices cuyos juicios de experto no pocas veces se contradijeron entre sí. Jamás pensé que me llevarías a conocer el lado más oscuro de la codicia y sinvergüenzura humana, que por tu culpa estuviera punto de ser arrojado de regreso al mundo de los solteros, que vería tantas tardes idílicas de paseos familiares mutar en pesadillas en un abrir y cerrar de capot.

Y, sin embargo, ahora que lo pienso mejor, creo que a pesar de todos los dolores de cabeza y de espalda que me causaste (fueron cuadras y cuadras de impulsar tu caprichosa partida), son varias las lecciones que me dejaste.

Me enseñaste a nunca desatender el sexto sentido y el consejo de la mano que aprieta: puede equivocarse, pero eso solo te libera de potenciales y molestos “te-lo-dijes”.

Me enseñaste que no todos los autos pueden aspirar a ser como el vino, y que para encontrar una joyita hay que tener ojo de joyero.

Me enseñaste a calar mecánicos, a medir sus ambiciones y el aceite de su probidad, a reconocer que, efectivamente, los hay también honestos: el problema es que nadie sabe dónde viven.

Me enseñaste -bajo un sol inclemente y cuando ya perdía la fe en el género humano- que siempre hay un par de manos solidarias, listas para ayudar a empujar féretros de dos puertas y cuatro cilindros, aunque a veces estas pertenezcan a las humanidades de porfiados borrachitos a la caza de uno que otro córdoba para la próxima ronda de guaro.

Me enseñaste que la llave en la ignición es solo una de varias formas de encender un carro.

Me enseñaste que hay muchas formas de impulsar a alguien a poner en entredicho,  de por vida, la honorabilidad de su nombre y el de su madre, y que vender un auto-cacho es una de ellas.

Por todo esto, querido Cherokee Laredo, año 1985, gracias y hasta nunca.

Pablo

Pd: Trata de no sacarle tantas canas verdes a tu nuevo dueño. Es un buen tipo.

jueves, 24 de mayo de 2012

David, Goliat y el Consejo Regional Autónomo


La trama de esta historia es tan original y novedosa como la corrupción en Latinoamérica. Y, sin embargo, amerita ser contada.

El 20 de mayo del 2011, una empleada del Consejo Regional Autónomo de la R.A.A.N., después de 13 años de servicio en dicha institución, entrega formalmente su renuncia. El 31 del mismo mes cumple su último día de trabajo. De acuerdo a la ley nicaragüense, el 15 de junio la empleada en cuestión debía recibir el total de su liquidación.

A casi un año de esta fecha, Patricia sigue esperando.

¿La razón esgrimida por el CRA para su negativa a cumplir con la ley? La falta de fondos. Irrisorio como esto pueda parecer (existen claras pruebas de todo lo contrario), tras la demanda interpuesta por su ex empleada, el CRA finalmente accede a pagar.

Perdón, permítanme ser más directo y específico: el presidente del CRA accede a pagar.

Eso sí, el pago se haría en cuotas, y la cantidad correspondería solo a la liquidación y no a la suma de ésta y la multa que la ley impone a todo empleador que no cumple con el plazo establecido para la cancelación de dicha obligación. La supuesta primera cuota ni siquiera alcanzaría a cubrir los costos del abogado, por lo que Patricia se niega y sigue adelante con su demanda.

Como en todas las historias que involucran liquidaciones incumplidas, ésta sigue el mismo modelo de David y Goliat. Por un lado, tenemos una versión femenina de David, enfrentándose a un gigante político con la endeble ayuda de un “abogado-honda” cuyos tiros, desafortunadamente (y a pesar de que en el pasado, en una demanda idéntica a título personal, lograron derribar al mismo Goliat) han errado por metros la frente del gigante de Bilwi.


Goliat, por su parte, no deja pasar ocasión para hacer alarde de su poder. Y es que la batalla para éste no es más que un mero trámite, un combate indigno y muy poca cosa para alguien de su talla y estirpe tan ligada al servicio público. Goliat es amigo de jueces y abogados, caudillos y mandamases, y conoce al dedillo las mañas y el tejemaneje del poder en la Región Autónoma del Atlántico Norte. Sabe que por más rocas que surquen los aires en dirección a su cabeza, con un par de llamadas telefónicas y la ayuda de unos cuantos emisarios (“… mirá, andá y decíle a la jueza que me resuelva este asunto de una vez por todas…”) éstas pueden ser fácilmente esquivadas. Por lo que ahí está, firme, inamovible en su capricho de no pagar una deuda, aunque no tenga la más mínima excusa para no hacerlo.

¿Cómo terminará esta historia? ¿Recibirá algún día Patricia el justo pago de su liquidación? ¿Se saldrá con la suya el Consejo Regional Autónomo, institución cuya misión, paradójicamente, es velar por el cumplimiento de la ley en la R.A.A.N.? ¿Continuará su paladín dándole a la legislación nicaragüense el uso que el resto de los mortales le damos al papel higiénico? Solo el tiempo lo dirá.


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