sábado, 6 de agosto de 2011

Un perro llamado Clifford: la partida.


Nunca he sido muy amigo de los animales. Si de niño me hubieran dado a escoger entre una bicicleta y un perro, no lo habría pensado dos veces. El de los perros, loros y conejos era mi hermano, Felipe. Mi madre –cuya distancia hacia el mundo animal creo haber heredado- era paradójicamente, sin embargo, quién se preocupaba de bañarlos, alimentarlos y pasearlos. Para ella, los perros no eran (y no lo son, hasta el día de hoy) más que enemigos acérrimos de la ropa limpia y las sábanas tendidas, destructores de plantas y jardines, seres que toleraba, siempre y cuando estuviesen confinados al patio, su entrada al mundo de los sillones, alfombras y cubrecamas absolutamente restringida. Debo admitir que el día en que visité a la familia de un amigo cuya identidad prefiero no revelar, comprendí plenamente la inflexibilidad de la política animal de mi progenitora. Cada partícula de aquel departamento exudaba un tufo canino tan fuerte que hasta el día de hoy puedo recordar los veinte minutos que aguanté estoicamente sentado en ese living mientras craneaba una excusa plausible para dar la visita por terminada y prometía para mis adentros nunca, jamás, llegar a vivir con un perro en un departamento. ¡Ni mucho menos un labrador!

Hasta que apareció Gabriela, poniendo mi vida patas para arriba.

Por algún capricho genético, mi hija no solo heredó el color de pelo y piel de mi hermano, sino también la pasión por perros, pájaros y tortugas. Fue así que, como todo padre adicto a felicidad de sus hijos, terminé claudicando. Clifford Tomás se llamó mi capitulación, un schnauzer miniatura que llegó a nuestra vida a romper esquemas y rutinas, junto con el tapiz de los sillones y un montón de bolsas de basura. Más de alguna vez tuve que hacer grandes esfuerzos por contenerme y no agarrar a patadas a la pobre bola de pelos que, tras la partida de mi mujer e hija a Nicaragua, llegaría a ser mi único antídoto contra la soledad en un departamento ridículamente frío y deshabitado. Poco a poco, el petizo melenudo con vocación de huracán fue despertando en mí el San Francisco de Asis que tal vez todos llevamos dentro. Llegué al punto de verme caminando a las 2 de la mañana –hora a la que a veces llegaba del trabajo- por las veredas del barrio, esperando que el regalón vaciara su vejiga e intestinos y estirara los músculos cansados de tanto encierro.

Estuve a punto de venderlo. No tenía tiempo para cuidarlo. Salía de madrugada, y no regresaba hasta pasadas las 11. Me apenaba dejarlo encerrado en el balcón todo el día, dedicado a su único pasatiempo: imitar las balizas y sirenas de carabineros, bomberos y ambulancias. Como era de esperarse, la situación se volvió crítica. Alguien me aconsejó que si quería dejarlo en buenas manos debía venderlo, para asegurarme que sus dueños cuidaran bien de él.

-Tráelo a Nicaragua- decía el mensaje enviado desde la patria de Sandino y Rubén Darío, y tras sopesar los pros y los contras, llegué a la conclusión de que una sola sonrisa de mi hija valía la pena el más tedioso enjambre de trámites y la incertidumbre de una lista de inconvenientes. Además,“dónde manda capitán…”

Por lo que aquí estamos, parados en la fila del check-in, pasaje a Managua en una mano, la cabeza de Clifford asomándose por la abertura del bolso en la otra, él completamente groggy, yo más preocupado que cocodrilo en fábrica de carteras, ambos preparándonos para una batería de “peros” y “requerimientos” de última hora: que el bolso no es apropiado, que el perro no está completamente dormido, que pesa más de 10 kilos, que falta un papel, que…

-No hay problema. Está todo bien. Que tenga un buen viaje.

Primera prueba: superada. Nicaragua, aquí vamos.

miércoles, 2 de marzo de 2011

Prohibido pisar el césped


Domingo de tarde y rara vez el panorama era distinto: jugar a la pelota hasta quedar con la lengua afuera en algún rincón del Parque-Estadio Municipal Germán Becker. Aldo, Darío, Boris, Cristián, Caco y un humilde redactor. Llegabamos juntos o de a gotera, pero siempre al mismo lugar: la franja de césped detrás del arco sur de la cancha donde entrenaban las divisiones inferiores de Deportes Temuco, cuyas graderías techadas a un costado nos invitaban a imaginar que en lugar de una humilde pichanga, nos jugábamos el ascenso de Deportes Temuco a la Primera División. Saltaba la pelota a la cancha y de inmediato se armaban los arcos con mochilas, poleras o ruedas de biclicleta. ¿La consigna? Aprovechar al máximo aquel pedazo de césped prolijamente cuidado hasta que llegara el guardia y nos invitara cordialmente a buscar otros rumbos. Recogíamos entonces los bártulos e iniciabamos el peregrinaje en busca de nuestra porción en la tierra prometida de los peloteros de domingo. Decir que escaseaban los espacios sería inexacto: los había, y en abundancia, aunque la mayoría de ellos estuviesen adornados por un ubicuo "No pisar el césped", letrero que, desde luego, a nadie se le habría ocurrido respetar, y que ni el más quisquilloso de los guardias se preocupaba por hacer respetar.

Otra tarde de domingo, veinte años e igual cantidad de kilos después, camino a través del único pedazo de ciudad que, ante una eventual invasión militar peruana, boliviana o argentina, estaría dispuesto defender con mi vida: el Parque Araucano.

Con molestia, noto que a pesar de encontrarme en otra época y ciudad, el principio sigue siendo el mismo: el césped público no tiene otro fin que no sea ornamental. Las dos grandes explanadas verdes en ambas etapas del parque no tienen, al menos oficialmente, otro propósito que el de servir de ensalada para los ojos. ¿Qué más se podría hacer en decenas de metros cuadrados en los que no hay un solo árbol? ¿Un pic-nic? No están permitidos. ¿Dejar que los perros de abolengo corran a sus anchas? Prohibido igualmente (Deben andar con correa, si no pregúntenle a mi hermano Josué). ¿Sentarse a conversar bajo el inclemente sol de verano? Un suicidio. Y, sin embargo, los mismos letreros que adornaban las tardes de domingo de mis años felices continúan, ahora un poco más explícitos, adornando ridículamente otros prados. "Prohibida la práctica de deportes colectivos: fútbol, rugby, etc". Por supuesto, a nadie se le ha ocurrido comenzar a respetarlos, a pesar de la intimidante presencia de los hombres de rojo que recorren el parque a bordo de sus motos vestidos como para una guerra.

No tardo en recibir una invitación para integrarme a una de las tres mega-pichangas que a eso de las 5 de la tarde, junto al entranamiento de un equipo de rugby, comparten tres cuartos de la explanada. A los veinte minutos mis pulmones me recuerdan que ya no estoy en Temuco y que desde hace dos décadas dejamos atrás 80'. La pelota no sale nunca porque todo es cancha, y mis compañeros de equipo, si bien extraordinarios atletas, no parecen entender que cuando los arcos son dos mochilas, lo lógico es tratar de marcar goles a ras de piso. Aburrido de verlos patear al arco como si se tratara de football americano, pregunto por los arcos junto a las oficinas de la administración. "No se pueden usar. Están encadenados", alguien responde.

No conforme con esta respuesta, me dirijo al container transformado en oficina administrativa, y recibo tres distintas respuestas:

1. No se prestan los arcos porque está prohibido jugar en el césped.
2. No se prestan los arcos porque pertenecen a una escuela de fútbol que funciona durante los veranos (lo que fue contradicho por 4 versiones e igual número de funcionarios: durante el año, los sábados, de lunes a viernes a partir de abril, los martes). En otras palabras el letrero corre para todos, menos para la fantasmagórica escuela de fútbol que, después de todo, funciona en un espacio público.
3. No se prestan los arcos.... "de puro pesados que son", confesó, aprovechando la ausencia de sus jefes y tratando en vano de disimular una pícara sonrisa, una muchacha que no pasaba de los veinte años y que pensé, no hallaba las horas de que terminara el verano y con éste el suplicio de las tardes al interior del contenedor.

Ya en casa, mientras recupero diligentemente las calorías perdidas, enciendo el televisor y escucho a un senador hablar, nada más ni nada menos, que de los alarmantes índices de obesidad infantil y la necesidad de incentivar el ejercicio físico y el deporte en los jóvenes del país.

"Eso sí", pienso, le faltó agregar, "sin pisar el césped".

viernes, 18 de febrero de 2011

Un amigo en el camino



Tortura, cohecho, fraude. Abuso de poder.
Cada día me esfuerzo más por creer que los casos de corrupción en Carabineros en el último tiempo -al menos los que han visto la luz de las cámaras- son situaciones aisladas, puntos negros en la epidermis de una institución seria y confiable cuya imagen impoluta se convirtió en un lugar común a la hora de discurrir, en compañía de otros latinoamericanos, sobre los pros y los contras de la vida entre el río Grande y el Cabo de Hornos.
Y es que me rehuso a alterar mi discurso frente a mis amigos argentinos, peruanos, bolivianos y mexicanos, acostumbrados a temerle más a sus respectivos cuerpos policiales que a los criminales mismos. Me niego a que en mis esquemas mentales, el “Amigo en el camino” corra la misma suerte que el “Viejito Pascuero”, cuya inexistencia acusé como un duro golpe del que todavía no me logro recuperar. Quiero seguir creyendo con inocencia de niño en la probidad de los hombres de verde. O al menos en la de su gran mayoría.
Todavía me aflige un dolor de bolsillo cada vez recuerdo la noche en que, abordo de un bus rumbo a Dallas procedente de Monterrey, fui arrancado bruscamente del sopor de una película de dudosa calidad por dos funcionarios, también de verde, que entraron exigiendo identificaciones y pasaportes a los adormecidos pasajeros. Bastó el brillo dorado del escudo flanqueado por el cóndor y el huemul en mi pasaporte para que los ojos de uno de los uniformados tomaran el color de su uniforme.
-Acompáñeme, por favor- dijo el oficial, dirigiéndose a la puerta.
Una vez abajo, el frío de la madrugada terminó por despertarme. Sentadose detrás de un escritorio, el policía hizo la mímica de buscar entre documentos y consultar en su ordenador.
-Señor, ud. no tiene visa para entrar a México.
-¿Perdón?-. Creí seguir dormido, el sueño pintando para pesadilla.
-Que no tiene visa para entrar a México.
-Creo que hay un error. Soy chileno. No necesito visa para entrar a México.
-Se equivoca. Si la necesita.
-Entonces avísele al funcionario que timbró mi pasaporte al entrar, hace menos de dos meses.
-Mire, no me hable así. Podemos arreglar esto por las buenas o por las malas.
Tras un discurso que imaginé repetido hasta la memorización, el hombre detrás del escritorio me dio a entender que mi caso era perdido, pero que él, en un gesto de buena voluntad, me ayudaría. A cambio de la módica suma de doscientos dólares, claro está.
-O si quiere, esperamos a que llegue mi jefe...por la mañana.
Entre perder dos benjamines, ganados con el sudor de cada una de mis glándulas sudoríparas, y mi vuelo Dallas-Santiago sumado a buena parte de mi dignidad, no había dónde perderse.
Crucé la frontera con sentimientos encontrados. Me había enamorado de México, sus tradiciones, su comida, sus mujeres, su gente, sus....mujeres. Hice un esfuerzo por no dejar que la infamia de aquel “enemigo en el camino” contaminara la felicidad de aquellos recuerdos.
-En Chile jamás pasaría una cosa así-, le comenté al taxista mexicano, de camino al aeropuerto internacional Dallas-Forth Worth, tras contarle mi historia, con la esperanza de que se apiadara de mi convaleciente billetera a la hora de pegar el palo.
-¡A su madre! ¡Pinches cabrones! ¿No hay derecho, verdad?- lo escuché decir, mientras maniobraba en un enjambre de autopistas en altura.
Ignoro si los 50 dólares que me cobró este solidario chofer con vocación de psicoanalista correspondían a la tarifa real. Lo que si sé, o creo saber, es que de seguir la tendencia, los puntos negros terminarán transformándose en espinillas purulentas que harán imposible reconocer la cara de nuestro fiel “Amigo en el camino”.