viernes, 18 de febrero de 2011

Un amigo en el camino



Tortura, cohecho, fraude. Abuso de poder.
Cada día me esfuerzo más por creer que los casos de corrupción en Carabineros en el último tiempo -al menos los que han visto la luz de las cámaras- son situaciones aisladas, puntos negros en la epidermis de una institución seria y confiable cuya imagen impoluta se convirtió en un lugar común a la hora de discurrir, en compañía de otros latinoamericanos, sobre los pros y los contras de la vida entre el río Grande y el Cabo de Hornos.
Y es que me rehuso a alterar mi discurso frente a mis amigos argentinos, peruanos, bolivianos y mexicanos, acostumbrados a temerle más a sus respectivos cuerpos policiales que a los criminales mismos. Me niego a que en mis esquemas mentales, el “Amigo en el camino” corra la misma suerte que el “Viejito Pascuero”, cuya inexistencia acusé como un duro golpe del que todavía no me logro recuperar. Quiero seguir creyendo con inocencia de niño en la probidad de los hombres de verde. O al menos en la de su gran mayoría.
Todavía me aflige un dolor de bolsillo cada vez recuerdo la noche en que, abordo de un bus rumbo a Dallas procedente de Monterrey, fui arrancado bruscamente del sopor de una película de dudosa calidad por dos funcionarios, también de verde, que entraron exigiendo identificaciones y pasaportes a los adormecidos pasajeros. Bastó el brillo dorado del escudo flanqueado por el cóndor y el huemul en mi pasaporte para que los ojos de uno de los uniformados tomaran el color de su uniforme.
-Acompáñeme, por favor- dijo el oficial, dirigiéndose a la puerta.
Una vez abajo, el frío de la madrugada terminó por despertarme. Sentadose detrás de un escritorio, el policía hizo la mímica de buscar entre documentos y consultar en su ordenador.
-Señor, ud. no tiene visa para entrar a México.
-¿Perdón?-. Creí seguir dormido, el sueño pintando para pesadilla.
-Que no tiene visa para entrar a México.
-Creo que hay un error. Soy chileno. No necesito visa para entrar a México.
-Se equivoca. Si la necesita.
-Entonces avísele al funcionario que timbró mi pasaporte al entrar, hace menos de dos meses.
-Mire, no me hable así. Podemos arreglar esto por las buenas o por las malas.
Tras un discurso que imaginé repetido hasta la memorización, el hombre detrás del escritorio me dio a entender que mi caso era perdido, pero que él, en un gesto de buena voluntad, me ayudaría. A cambio de la módica suma de doscientos dólares, claro está.
-O si quiere, esperamos a que llegue mi jefe...por la mañana.
Entre perder dos benjamines, ganados con el sudor de cada una de mis glándulas sudoríparas, y mi vuelo Dallas-Santiago sumado a buena parte de mi dignidad, no había dónde perderse.
Crucé la frontera con sentimientos encontrados. Me había enamorado de México, sus tradiciones, su comida, sus mujeres, su gente, sus....mujeres. Hice un esfuerzo por no dejar que la infamia de aquel “enemigo en el camino” contaminara la felicidad de aquellos recuerdos.
-En Chile jamás pasaría una cosa así-, le comenté al taxista mexicano, de camino al aeropuerto internacional Dallas-Forth Worth, tras contarle mi historia, con la esperanza de que se apiadara de mi convaleciente billetera a la hora de pegar el palo.
-¡A su madre! ¡Pinches cabrones! ¿No hay derecho, verdad?- lo escuché decir, mientras maniobraba en un enjambre de autopistas en altura.
Ignoro si los 50 dólares que me cobró este solidario chofer con vocación de psicoanalista correspondían a la tarifa real. Lo que si sé, o creo saber, es que de seguir la tendencia, los puntos negros terminarán transformándose en espinillas purulentas que harán imposible reconocer la cara de nuestro fiel “Amigo en el camino”.