Pensándolo bien, la culpa no fue
tuya. A tu edad era imposible que lo fuera. La culpa fue mía. El imbécil fui
yo, me queda más que claro. No es mucho lo que conocí de tu historia, pero creo
que, en cierto sentido, es un tanto parecida a la mía. Ambos llegamos a esta tierra provenientes de mundos distintos: tú del poderoso primero, al norte del Río Grande, yo del
empeñoso segundo, al sur de Tarapacá. De joven debiste ser fiel y noble como
los de tu marca. Yo quisiera poder decir lo mismo, pero no puedo. El tiempo, el
trópico y su pobreza te desgastaron, como sospecho, algún día, lo harán
conmigo. Carreteras resemblando la superficie lunar, adoquinados escabrosos y groseros
hoyos auspiciados por la desidia o insolvencia municipal se encargaron de tu suspensión, y de
convertir tu silencioso y suave andar en el metálico repicar de tus lomos al
pasar sobre “policías acostados”. Lentamente,
un ejército de mecánicos de pacotilla te destripó, pieza por pieza, tuerca
por tuerca, acaso codiciando lo oneroso y exclusivo de tu origen yankee, o
simplemente movidos por el fragor de la contingencia, del bloqueo económico, de
la estrechez de la billetera, de la ley de la sobrevivencia en el tercer mundo.
Como muchos de tu estirpe y época, viste a tus matasanos cambiar la nobleza de
tus piezas originales por la típica ordinariez de las soluciones de parche.
Poco a poco, y bajo la libidinosa mirada de coquetas musas en bikini, te fuiste
llenando de trasplantes (a menudo incompatibles), de mangueritas piñuflas, de
soldaduras grotescas, de piezas que no-son-lo-ideal-pero-por-el-momento-le-hacen-igual.
Cuando tu llave llegó a mis manos no eras más que una cáscara reluciente
ocultando la decrepitud de tus entrañas, una sombra con ruedas y recuerdos de
tiempos mejores. Yo era tu mayor por apenas cinco años y, con todo, quise creer
en ti y en el discurso de tu ex dueño, proferido con el fervor de vendedor ambulante. No hice muchas preguntas, aunque honestamente, debido a lo limitado
de mis conocimientos en la materia, tampoco creo haber podido entender las
respuestas. Tu precio era el ideal, y qué quieres que te diga: jamás pensé que
te ensañarías de esa forma con mi bolsillo, que me dejarías botado en tantas
calles, pasajes y carreteras, que me llevarías a perderme en el infinito y
oscuro laberinto de pistones, cables y carbones del Mercado Oriental, tras el
rastro de piezas esquivas, recetadas en tres meses por más de siete grasientos curanderos
automotrices cuyos juicios de experto no pocas veces se contradijeron entre sí.
Jamás pensé que me llevarías a conocer el lado más oscuro de la codicia y sinvergüenzura
humana, que por tu culpa estuviera punto de ser arrojado de regreso al mundo de
los solteros, que vería tantas tardes idílicas de paseos familiares mutar en
pesadillas en un abrir y cerrar de capot.
Y, sin embargo, ahora que lo pienso
mejor, creo que a pesar de todos los dolores de cabeza y de espalda que me
causaste (fueron cuadras y cuadras de impulsar tu caprichosa partida), son
varias las lecciones que me dejaste.
Me enseñaste a nunca desatender
el sexto sentido y el consejo de la mano que aprieta: puede equivocarse, pero
eso solo te libera de potenciales y molestos “te-lo-dijes”.
Me enseñaste que no todos los
autos pueden aspirar a ser como el vino, y que para encontrar una joyita hay
que tener ojo de joyero.
Me enseñaste a calar mecánicos, a
medir sus ambiciones y el aceite de su probidad, a reconocer que,
efectivamente, los hay también honestos: el problema es que nadie sabe dónde
viven.
Me enseñaste -bajo un sol inclemente
y cuando ya perdía la fe en el género humano- que siempre hay un par de manos
solidarias, listas para ayudar a empujar féretros de dos puertas y cuatro
cilindros, aunque a veces estas pertenezcan a las humanidades de porfiados
borrachitos a la caza de uno que otro córdoba para la próxima ronda de guaro.
Me enseñaste que la llave en la
ignición es solo una de varias formas de encender un carro.
Me enseñaste que hay muchas
formas de impulsar a alguien a poner en entredicho, de por vida, la honorabilidad de su nombre y el
de su madre, y que vender un auto-cacho es una de ellas.
Por todo esto, querido Cherokee
Laredo, año 1985, gracias y hasta nunca.
Pablo
Pd: Trata de no sacarle tantas
canas verdes a tu nuevo dueño. Es un buen tipo.
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