Uno
se siente desilusionado de El Cairo. Poco queda del imperio egipcio de los
tiempos de Moisés. Y es que ya van bastante más de siete años de hambruna
cultural. El Museum of Egyptian Antiquities nos recibe con exposiciones interminables de todo lo que los
ingleses no se quisieron llevar, aunque hay que destacar las momias que aún se
conservan y que pueden ser admiradas, eso sí, por un costo extra. Todo tiene un
costo extra en Egipto. Si pides desayuno en el tren, te cobran unas cuantas
libras por el pan y el doble por el café, el que, por supuesto, no forma parte
del desayuno.
Todo
lo anterior provoca desconfianza en nosotros, jóvenes aventureros que sólo
buscamos conocer una cultura que nos parece fascinante. Como ya aprendimos que
los egipcios son aún más pillos que el roto que engañó al diablo, decidimos
pasarles la cuenta. En vez de pagar la entrada oficial a Giza, donde descansan
las pirámides, tomamos el camino fácil. Muy cerca del lugar, hay pequeños
criaderos de caballos. Nos acercamos a un hombre muy amable que nos hace pasar
a una improvisada oficina al aire libre. Nos sentamos en unos cojines, a solo
algunos centímetros del suelo y le pedimos que nos arriende unos caballos
-bestias tan nobles como el burro o el camello, con la ventaja de que sus
efectos sobre las posaderas no duran dos semanas. El hombre se sienta en el
suelo, más abajo que nosotros; dice que es una señal de respeto. Luego de una
conversación que parece amistosa, pero que me parece una estrategia comercial, nuestro nuevo amigo accede a cerrar el negocio por un par de
caballos. El precio, no obstante, es tan elevado que nos fuerza a negociar, práctica que,
sospecho, debe ser el deporte nacional de Egipto y la mayoría de los países de
medio oriente. Entre cada oferta y contra-oferta, nuestro amigo nos aprovecha
de preguntar sobre el viaje y nuestro itinerario. Nos pregunta también sobre la
seguridad y mi amiga dice lo que jamás debió haber dicho: “Egipto es un poco
peligroso” despertando así el
chovinismo africano-asiático. Demoramos unos 20 minutos en calmar los ánimos y
lograr un buen precio. La metida de pata de mi compañera nos has puesto
momentáneamente las cosas cuesta arriba. Sin embargo, logramos salir al paso y
es arriba de nuestros respectivos caballos que ahora nos encontramos. Para sortear nuestro siguiente escollo nos basta con presentarle al guardia a nuestro " buen amigo billetín", y de pronto nos vemos frente a estas majestuosas
estructuras, insólitos caprichos de monarcas todopoderosos que quisieron dejar
su huella para la eternidad (no sé por qué, pero se me viene a la mente el Estadio Monumental de Colo-Colo).
Los
cuarenta y cuatro grados de calor no nos intimidan. Luego de rondar el lugar,
decido dar un paseo a pie. Mi doctor dice que no es bueno postergar las
necesidades biológicas, al menos las que se pueden satisfacer sin la intervención de terceros, de modo que me dispongo a liberar los dos litros de agua que ya he tomado
para mantenerme hidratado. Inconscientemente, busco el amparo de algún arbolito, y
como no encuentro ninguno, decido por “mi-ar-bolito”. Mala idea. Concluida mi falta a la moral y
las buenas costumbres, creyendo haber cometido el crimen perfecto, me subo la
bragueta y camino de regreso hasta donde me espera mi amiga. En eso, veo a un
oficial de policía correr en dirección a nosotros. Rápidamente, calculo la distancia que nos
separa y pondero las razones e implicaciones de la rauda aproximación del
representante de la ley. Finalmente, opto por lo que parece ser el curso de
acción más seguro y razonable: apretar cachete.
Haciendo gala de lo mejor de
mis dotes hípicas, logro con mucha dificultad montarme sobre mi aletargado
jamelgo, al que conmino desesperadamente a emular a algunos de sus más ilustres parientes lejanos, "Tornado", "Bucéfalo", "Babieca". Lamentablemente, la bestia parece conformarse con Rocinante, el escuálido compañero del señor de la Mancha, y comienza a moverse lenta y desganadamente. Mi amiga me sigue de cerca, confiada en lo acertado que
hasta el momento han resultado todas mis decisiones. Por desgracia, mi
pobre y esmirriado jamelgo, que por muy egipcio que fuera, ya había declarado
sus intenciones de echarse, o más bien, de que se le “echara la yegua”, pone abrupto
fin a nuestra fuga. Estamos acorralados. Sin salida.
Con
la Necrópolis de fondo, el policía nos hace subir a una vieja patrulla Datsun
1982. En la radio escuchamos techno
en árabe y no sabemos a dónde vamos, pero suponemos que podremos salvarnos con
otro pequeño soborno. En Chile jamás se me ocurriría hacer algo así, pero ya
sabemos lo vulnerable que es el sistema a orillas del Nilo. El viaje se alarga
más de lo esperado. Llegamos a un palacio que es más bonito que el Museo, digno
de un faraón. Entramos a una habitación grande. Un ventilador en el techo me
recuerda las películas que parodian a Sadam. El televisor encendido transmite
noticias en árabe. Detrás del escritorio está un oficial que, según alcanzo a leer en la placa dorada prendida en el bolsillo de su camisa, es de apellido Mubarak. Me pregunto si sera pariente del dictador, o simplemente que su apellido es el equivalente a los Perez y Gonzalez del mundo hispano. Sea como sea, Don Muba al parecer sera quien decida nuestra suerte.
Los presentes: el mandamás y sus guardias. Dicen que los egipcios antiguos creían que las figuras dibujadas en la pared de las tumbas cobraban vida. De ahí que los animales eran dibujados sin cabeza, para que no se comieran la comida del Faraón. Miro a los perfiles de los guardias recortados contra las paredes descascaradas de la habitación y pienso que algún artista debió olvidar esta regla al dibujar a un par de gorilas. Luego de hablarme fuertemente durante varios minutos a una velocidad de mil palabras por minuto, de las cuales no entendemos ni siquiera una, intentamos pedir un traductor. Nadie habla inglés, mucho menos la lengua de Cervantes. Intento decirles que hablamos español, incluso menciono a Simón Bolívar. Pienso: ¡Cómo no va a conocer a Simón Bolívar si hasta una plaza hay con ese nombre en el centro de la ciudad! Sin suerte. Finalmente, luego de un largo monólogo de Don Mubarak, y de pequeñas interacciones entre este señor y sus súbditos, quienes parecen celebrarle los chistes por compromiso, nos sentimos como los chinos a los que se les hace hablar español en televisión, víctimas de bromas que no entendemos. Mubarak hace una seña y nos dejan salir. Caminamos y caminamos hasta que llegamos a una pequeña oficina. Por fin nos atiende un funcionario que habla inglés. Intento explicar que no sabíamos que había que pagar y que la reja estaba abierta, porque eso sí era verdad. Cinco libras solucionan el problema de entrar ilegalmente. Aliviar la vejiga sobre monumentos nacionales, sin embargo, parece ser un problema más grave...