But that won’t help students get into college! Will it?
sábado, 5 de noviembre de 2016
Barbershops and the American School System
But that won’t help students get into college! Will it?
martes, 13 de noviembre de 2012
"Mi encuentro con Mubarak" por J.C. Olivares
lunes, 25 de junio de 2012
El regreso del rey Mosco
jueves, 31 de mayo de 2012
Lo que un viejo Cherokee me enseñó (Carta de despedida)
jueves, 24 de mayo de 2012
David, Goliat y el Consejo Regional Autónomo
sábado, 6 de agosto de 2011
Un perro llamado Clifford: la partida.
Nunca he sido muy amigo de los animales. Si de niño me hubieran dado a escoger entre una bicicleta y un perro, no lo habría pensado dos veces. El de los perros, loros y conejos era mi hermano, Felipe. Mi madre –cuya distancia hacia el mundo animal creo haber heredado- era paradójicamente, sin embargo, quién se preocupaba de bañarlos, alimentarlos y pasearlos. Para ella, los perros no eran (y no lo son, hasta el día de hoy) más que enemigos acérrimos de la ropa limpia y las sábanas tendidas, destructores de plantas y jardines, seres que toleraba, siempre y cuando estuviesen confinados al patio, su entrada al mundo de los sillones, alfombras y cubrecamas absolutamente restringida. Debo admitir que el día en que visité a la familia de un amigo cuya identidad prefiero no revelar, comprendí plenamente la inflexibilidad de la política animal de mi progenitora. Cada partícula de aquel departamento exudaba un tufo canino tan fuerte que hasta el día de hoy puedo recordar los veinte minutos que aguanté estoicamente sentado en ese living mientras craneaba una excusa plausible para dar la visita por terminada y prometía para mis adentros nunca, jamás, llegar a vivir con un perro en un departamento. ¡Ni mucho menos un labrador!
Hasta que apareció Gabriela, poniendo mi vida patas para arriba.
Por algún capricho genético, mi hija no solo heredó el color de pelo y piel de mi hermano, sino también la pasión por perros, pájaros y tortugas. Fue así que, como todo padre adicto a felicidad de sus hijos, terminé claudicando. Clifford Tomás se llamó mi capitulación, un schnauzer miniatura que llegó a nuestra vida a romper esquemas y rutinas, junto con el tapiz de los sillones y un montón de bolsas de basura. Más de alguna vez tuve que hacer grandes esfuerzos por contenerme y no agarrar a patadas a la pobre bola de pelos que, tras la partida de mi mujer e hija a Nicaragua, llegaría a ser mi único antídoto contra la soledad en un departamento ridículamente frío y deshabitado. Poco a poco, el petizo melenudo con vocación de huracán fue despertando en mí el San Francisco de Asis que tal vez todos llevamos dentro. Llegué al punto de verme caminando a las 2 de la mañana –hora a la que a veces llegaba del trabajo- por las veredas del barrio, esperando que el regalón vaciara su vejiga e intestinos y estirara los músculos cansados de tanto encierro.
Estuve a punto de venderlo. No tenía tiempo para cuidarlo. Salía de madrugada, y no regresaba hasta pasadas las 11. Me apenaba dejarlo encerrado en el balcón todo el día, dedicado a su único pasatiempo: imitar las balizas y sirenas de carabineros, bomberos y ambulancias. Como era de esperarse, la situación se volvió crítica. Alguien me aconsejó que si quería dejarlo en buenas manos debía venderlo, para asegurarme que sus dueños cuidaran bien de él.
-Tráelo a Nicaragua- decía el mensaje enviado desde la patria de Sandino y Rubén Darío, y tras sopesar los pros y los contras, llegué a la conclusión de que una sola sonrisa de mi hija valía la pena el más tedioso enjambre de trámites y la incertidumbre de una lista de inconvenientes. Además,“dónde manda capitán…”
Por lo que aquí estamos, parados en la fila del check-in, pasaje a Managua en una mano, la cabeza de Clifford asomándose por la abertura del bolso en la otra, él completamente groggy, yo más preocupado que cocodrilo en fábrica de carteras, ambos preparándonos para una batería de “peros” y “requerimientos” de última hora: que el bolso no es apropiado, que el perro no está completamente dormido, que pesa más de 10 kilos, que falta un papel, que…
-No hay problema. Está todo bien. Que tenga un buen viaje.
Primera prueba: superada. Nicaragua, aquí vamos.
miércoles, 2 de marzo de 2011
Prohibido pisar el césped
Otra tarde de domingo, veinte años e igual cantidad de kilos después, camino a través del único pedazo de ciudad que, ante una eventual invasión militar peruana, boliviana o argentina, estaría dispuesto defender con mi vida: el Parque Araucano.
Con molestia, noto que a pesar de encontrarme en otra época y ciudad, el principio sigue siendo el mismo: el césped público no tiene otro fin que no sea ornamental. Las dos grandes explanadas verdes en ambas etapas del parque no tienen, al menos oficialmente, otro propósito que el de servir de ensalada para los ojos. ¿Qué más se podría hacer en decenas de metros cuadrados en los que no hay un solo árbol? ¿Un pic-nic? No están permitidos. ¿Dejar que los perros de abolengo corran a sus anchas? Prohibido igualmente (Deben andar con correa, si no pregúntenle a mi hermano Josué). ¿Sentarse a conversar bajo el inclemente sol de verano? Un suicidio. Y, sin embargo, los mismos letreros que adornaban las tardes de domingo de mis años felices continúan, ahora un poco más explícitos, adornando ridículamente otros prados. "Prohibida la práctica de deportes colectivos: fútbol, rugby, etc". Por supuesto, a nadie se le ha ocurrido comenzar a respetarlos, a pesar de la intimidante presencia de los hombres de rojo que recorren el parque a bordo de sus motos vestidos como para una guerra.
No tardo en recibir una invitación para integrarme a una de las tres mega-pichangas que a eso de las 5 de la tarde, junto al entranamiento de un equipo de rugby, comparten tres cuartos de la explanada. A los veinte minutos mis pulmones me recuerdan que ya no estoy en Temuco y que desde hace dos décadas dejamos atrás 80'. La pelota no sale nunca porque todo es cancha, y mis compañeros de equipo, si bien extraordinarios atletas, no parecen entender que cuando los arcos son dos mochilas, lo lógico es tratar de marcar goles a ras de piso. Aburrido de verlos patear al arco como si se tratara de football americano, pregunto por los arcos junto a las oficinas de la administración. "No se pueden usar. Están encadenados", alguien responde.
No conforme con esta respuesta, me dirijo al container transformado en oficina administrativa, y recibo tres distintas respuestas:
1. No se prestan los arcos porque está prohibido jugar en el césped.
2. No se prestan los arcos porque pertenecen a una escuela de fútbol que funciona durante los veranos (lo que fue contradicho por 4 versiones e igual número de funcionarios: durante el año, los sábados, de lunes a viernes a partir de abril, los martes). En otras palabras el letrero corre para todos, menos para la fantasmagórica escuela de fútbol que, después de todo, funciona en un espacio público.
3. No se prestan los arcos.... "de puro pesados que son", confesó, aprovechando la ausencia de sus jefes y tratando en vano de disimular una pícara sonrisa, una muchacha que no pasaba de los veinte años y que pensé, no hallaba las horas de que terminara el verano y con éste el suplicio de las tardes al interior del contenedor.
Ya en casa, mientras recupero diligentemente las calorías perdidas, enciendo el televisor y escucho a un senador hablar, nada más ni nada menos, que de los alarmantes índices de obesidad infantil y la necesidad de incentivar el ejercicio físico y el deporte en los jóvenes del país.